"Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios" (Efesios 2:19).
El salmista solía expresar continuamente su anhelo por “estar a la puerta de la casa de Dios” (Salmo 84:10). Esto equivale a una profunda cercanía con Dios la cual tiene una asombrosa consecuencia en la vida del hombre: la transformación.
Para nosotros, que hemos rendido nuestras vidas a Cristo, ya no existe el distanciamiento ni la lejanía con Dios, pues hemos llegado a formar parte de su familia. Aquel deseo del salmista se ha cumplido en nosotros. Podemos decir que estamos cerca del Padre y habitamos en el calor de su hogar.
De extraños a hijos amados
En un pueblo remoto, vivía una familia cristiana conformada por el padre, la madre y cuatro hijos. Ellos se dedicaban al trabajo del campo y eran una familia muy unida; siempre tenían una sonrisa y un buen ánimo.
Cada uno de los miembros de aquel hogar se trataba con respeto y amor mientras trabajaban. El padre se había esforzado por inculcar en ellos el amor, la paciencia y la tolerancia. Vivían en una casa hermosa y eran conocidos en todo el pueblo por su honradez y amabilidad.
Una noche, mientras se preparaban para dormir, un joven entró a su casa para robar las joyas y el dinero de la familia. Con una navaja apuntó al padre y le arrebató el reloj. A la esposa le arrancó el collar. Al salir, el joven ladrón tropezó con la cerca y al caer se rompió el brazo.
El padre se acercó a él y le dijo: "Déjame ayudarte". El muchacho, asustado y tembloroso, recibió ayuda del hombre al que acababa de robar y amenazar. El padre lo hizo entrar a la casa en donde le curaron la herida, le vendaron el brazo y le dieron alimento.
El padre de familia le preguntó: —¿Tienes a dónde ir esta noche?— a lo que el joven respondió que no. Entonces, el padre ordenó que se le preparara una habitación y le llevaran a descansar.
Aquel muchacho no se explicaba la reacción de la familia y la compasión con la que le trataban. Para él, un trato como este era completamente extraño.
A la mañana siguiente, la familia estaba reunida en el comedor y se preparaban para desayunar. Todos reían, se servían unos a otros y había un cálido ambiente hogareño.
El padre le dijo al joven que el desayuno ya estaba servido y que podía venir a comer con ellos cuando lo deseara. Un rato después, el muchacho llegó al comedor.
Mientras estaban sentados en la mesa el jefe de familia le preguntó por su nombre, su edad y sus gustos personales. Y entonces entablaron una conversación muy amena.
Finalmente, el padre le preguntó: —¿Qué hay de tu familia?— a lo que el joven respondió: —Mi padre es alcohólico y mi madre una prostituta. Jamás he tenido una familia. No sé lo que es un hogar. Crecí en las calles y rápido aprendí a robar y me volví un delincuente—.
El padre le dijo: —Si así lo deseas, puedes quedarte en esta casa. Tenemos trabajo para ti. Ya no tienes que robar. A nosotros no nos importa de dónde vienes. Mi familia y yo ya te hemos perdonado por lo de ayer y estamos orando por ti. ¿Por qué no te quedas un tiempo?—
Al escuchar estas palabras, el joven fue conmovido pues nadie le había ofrecido algo similar en toda su vida.
Se dice que el joven accedió y se quedó a vivir con ellos. Con el tiempo, aprendió el trabajo del campo y ganó su primer sueldo con el que restituyó las cosas que había robado.
Al estar rodeado del calor de un hogar y ver el ejemplo del padre, su carácter comenzó a cambiar y se volvió un hombre honrado, amable y trabajador.
Al final, el padre le dio su apellido pues llegó a ser considerado un miembro de la familia. El apellido de aquella familia era Lincoln.
El nombre de aquel joven que era ladrón y fue perdonado y transformado era Thomas, y años más tarde llegó a ser el padre del presidente Abraham Lincoln, quien le inculcó el amor a Dios y al prójimo.
La familia a la que pertenecemos puede llegar a determinar en gran manera nuestra personalidad y nuestro estilo de vida. Sin importar cuál sea nuestro pasado, al creer en Cristo, la Biblia afirma que hemos sido incluidos en una nueva familia: La familia de Dios.
Toda la humanidad pertenece a una familia caída y quebrantada, la familia de Adán. El pecado y la muerte entraron al mundo por medio de la desobediencia de del primer hombre.
A partir de entonces, la Biblia enseña que la muerte pasó a todos los hombres (Romanos 5:12). Los descendientes de Adán se caracterizan por la rebeldía, la dureza de corazón, el orgullo y la avaricia.
Sin excepción, al nacer, todos los seres humanos forman parte de esa familia. No obstante, en el momento en que creemos en Cristo y le recibimos como Señor y Salvador, somos adoptados en una nueva familia, rompiendo así los lazos que teníamos con nuestra genealogía anterior.
La Biblia dice: "Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios" (Juan 1:12). Cuando damos este importante paso en nuestra vida pasamos de ser extraños a hijos amados, de ladrones y criminales a miembros amados de la familia de Dios.
Si usted ha creído en Jesucristo, entonces forma parte de la familia celestial. Al igual que aquel joven ladrón, usted es perdonado y redimido por la preciosa sangre de Cristo.
Permítame hacerle una pregunta similar a la que el jefe de familia le hizo a aquel joven: ¿Por qué no se queda en la casa del Padre celestial? Con esto quiero decir que usted es invitado a estar en la casa de Dios en donde será perdonado, limpiado, transformado y renovado.
Al comprender que tenemos una nueva familia y al caminar diariamente con Dios, la fe, la esperanza y el amor, comienzan a manifestarse en nuestra vida. La paz y el gozo se convierten en nuestro nuevo carácter, y la obediencia y la fidelidad a Dios vienen a ser nuestra nueva personalidad.
La Biblia enseña que todos los seres humanos pertenecen a la familia caída de Adán, la cual se caracteriza por el pecado y el orgullo. No obstante, nuestro estatus es cambiado en el momento en el que creemos en Jesucristo y le recibimos como Señor y Salvador. Dios nos incluye en su familia y comienza una obra poderosa en nuestro interior.
Debemos aprender a vivir como hijos amados de Dios mientras caminamos con Él. Eventualmente, la fe, la esperanza y el amor vendrán a ser la esencia de nuestra vida.
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