Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre (Salmo 91:14).
Ascender es un principio espiritual que consiste en pasar de la mentalidad terrenal a la mentalidad celestial. La mente del hombre, por causa del pecado, está manchada por la desobediencia, el orgullo, el fracaso y la desesperación. Sin embargo, la mentalidad celestial que Dios desea otorgarnos consiste en la fe, la esperanza y el amor.
Aquella persona que logra concebir la mentalidad celestial llega a caracterizarse por un pensamiento victorioso y positivo. Y además, disfruta de la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento. El apóstol Pablo declaró abiertamente que los hijos de Dios poseen la mente de Cristo (2 Corintios 2:16b). Para poder vivir verdaderamente en la dimensión de la mentalidad celestial, y experimentar una asombrosa transformación, hay un principio que debemos descubrir y cultivar diariamente. Se trata del amor.
El amor es la decisión más importante en la vida. Sin embargo, no me refiero al amor romántico o sentimental. Me refiero al amor a Dios. La Biblia nos enseña que nosotros podemos amar a Dios porque Él mismo nos ha amado primero (1 Juan 4:10). No fuimos nosotros los que amamos a Dios. ¿Cómo podríamos hacerlo si éramos nada más que pecadores? Estábamos muertos en delitos y pecados, ¿cómo podríamos amar a Dios?
Una hermana de la iglesia vivió una historia conmovedora. Cuando tuvo a su segundo hijo, una noticia la sorprendió en el mismo momento del alumbramiento. Al nacer, el bebé no respiraba ni lloraba. Los médicos de inmediato hicieron todo lo posible para despertar al bebé pero todo fue inútil. Entonces, le dieron la noticia: “Señora, su hijo nació muerto, y nosotros nada hemos podido hacer para salvarlo”.
Ella comenzó a llorar. A pesar de que estaba tan fatigada y rendida ese día, algo la hizo tomar al bebé muerto en sus brazos. El doctor le dijo que eso no era recomendable. Sin embargo ella insistió. Lo tomo en sus brazos, lo puso en su pecho y comenzó a acariciarlo. El bebé estaba frío y sin respiración, pero entre lágrimas, ella le decía: “Te amo hijo, vas a vivir. Yo sé que vas a vivir. Vas a ser un buen niño”. Todos en la sala pensaban que se había vuelto loca. Pero ella continuaba hablándole y acariciándolo.
Fue tal el amor, el cariño, la paciencia, que Dios obró un milagro de vida. Un par de minutos después, el bebé empezó a llorar como un trueno. Todos en la sala se quedaron atónitos. Nadie podía explicar lo sucedido. Ese es el poder del amor. Cuando el amor se manifiesta, aún los muertos resucitan.
Dios nos amó de la misma manera. A pesar de que nacimos muertos en delitos y pecados, Él nos ha cuidado hasta el día de hoy, nos ha hecho recostar en su pecho y nos ha encaminado para que llegáramos a conocer a Jesucristo como nuestro único Señor y Salvador. Ese es el gran amor de Dios que tiene el poder de resucitar a los muertos espirituales.
Al haber recibido el amor de Dios, nosotros estamos en condiciones de amarle y servirle con todo nuestro corazón. Debido a que Dios nos ha amado, nosotros podemos amarle a Él. Entonces, ¿cómo debemos amar a Dios?
El amor es la clave para vencer el temor, para convertir la debilidad en fortaleza, para encarar con éxito las aflicciones de la vida y para vivir una vida con propósito delante de Dios. Si amamos a Dios toda nuestra vida cambiará. Pero no es un amor pasajero, emocional o superficial. El amor que le debemos a Dios es el más profundo y reverente.
En el Salmo 91:14 el Señor nos dice: “Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre”. El amor es la clave para la libertad y para erradicar el temor. Recuerden: “El verdadero amor, echa fuera el temor”. Y una vez que amamos a Dios somos puestos en alto, es decir, ascendemos y pasamos de la mentalidad terrenal a la celestial.
Amar a Dios significa, en primer lugar, un profundo compromiso con Dios. No es verdad que amamos a Dios si aún no hemos hecho un compromiso con Él. Para que el amor sea verdadero, debe haber compromiso. Es como aquellos votos que hacemos al casarnos: “En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza”. Así debemos amar a Dios, si es que le vamos a amar. Dios nunca es el segundo lugar.
Además, el amor a Dios implica obediencia. La obediencia es el fruto del árbol del compromiso. Por eso, quien ama a Dios le obedece. Jesús dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). ¿Se puede amar a Dios sin obedecerlo, sin considerar su Palabra, sin poner atención a sus mandamientos?
Por último, amar a Dios significa confiar en Él plena y absolutamente. Es dejarse caer en los brazos del Eterno y Fiable Dios. Es decir: “Mi Dios es fiel. Yo confío en Él”. Cuando usted y yo amamos verdaderamente a Dios, tenemos un compromiso real con Él, le obedecemos y confiamos en su Palabra. Entonces, vivimos una vida ascendente en la cual los milagros son el pan de cada día.
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