El inicio de la sanidad interior
“Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio.” (Hechos 3:19)
El Señor Jesús tiene un gran interés en sanarnos y restaurarnos interiormente. A Él no le agrada vernos destruídos y arruinados. En su ministerio terrenal, Él nunca fue indiferente al dolor y a las cargas de la gente. Aún hoy, Él tiene un gran interés en las personas que están heridas o se encuentran en medio de algún sufrimiento. No obstante, si queremos experimentar aquella preciosa sanidad interior que el Señor nos ofrece, primero debemos comprender cómo es que Dios nos sana.
En primer lugar, debemos saber que la sanidad de Dios es un camino y no un destino, como muchos piensan. Es decir, no es un evento único y aislado en nuestra vida, sino un caminar diario, un recorrido. Y el inicio de ese caminar con el Señor es el arrepentimiento. En palabras simples, para ser sanados, primero debemos entrar en el camino de Dios con arrepentimiento en nuestros corazones.
La sanidad interior tiene lugar en nuestra vida a medida que caminamos con el Señor. Por ende, no es algo instantáneo ni apresurado, sino más bien un caminar apacible y progresivo con el Señor. Aquella persona que quiera ser sanada y restaurada, debe comprender que no puede presionar o apresurar la sanidad divina. Si alguien quiere ser sanado necesita, en primer lugar, estar dispuesto a entrar en el camino apacible del Señor.
Sin embargo, este caminar con el Señor tiene un punto de partida. Me refiero al arrepentimiento de nuestros pecados y a la conversión. Debemos tener en claro que, mientras no nos arrepintamos de nuestros pecados y mantengamos una actitud de resistencia a Dios, nos será imposible ser sanados. Esto es así porque la sanidad fluye de Dios hacia nosotros.
El pecado es la causa principal de la ansiedad y el temor. Antes del pecado, el temor y la ansiedad no tenían entrada en el corazón humano. Sin embargo, cuando Adán y Eva, que fueron los primeros padres de la humanidad, pecaron y desobedecieron a Dios, volviéndose arrogantes y rebeldes contra Dios, la ansiedad los invadió y fueron esclavizados por el temor.
La Biblia nos dice que en el momento en que pecaron quedaron desnudos y expuestos. Génesis 3:7 dice así: “Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales”. Aquí, la expresión “estaban desnudos” significa “expuestos y vulnerables”.
Antes de pecar, Adán y Eva estaban cubiertos por la gloria de Dios. No había razón para dudar, temer o estar ansiosos. La misma gloria de Dios que los rodeaba, era la misma gloria que los protegía de todo peligro o herida. Pero cuando pecaron, quedaron expuestos a toda clase de sufrimientos y conflictos.
La condición del hombre, desde entonces, es de dolor y amargura. Al haber perdido la gloria de Dios, su vida fue traspasada por muchos dolores y quebrantos. Su condición no solo cambió físicamente sino también espiritualmente. Es decir, no solo sus cuerpos estaban desnudos, sino también sus almas. A partir de entonces, el dolor, la amargura y las heridas se volvieron el pan de cada día.
Para que la sanidad interior pueda tener lugar en nuestra vida, primero tenemos que volvernos a Dios en arrepentimiento, debemos confesar nuestros pecados y convertirnos del camino. La sanidad interior no se puede llevar a cabo mientras estamos separados de Dios. Solo puede ocurrir cuando estamos unidos a Dios.
El pecado, por lo tanto, es la causa original de toda ansiedad, temor, amargura y destrucción del alma. En ningún otro lugar comienza la destrucción interior sino en el pecado. Por eso, el apóstol Pedro dijo: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio” (Hechos 3:19).
La Biblia declara que todos los hombres son pecadores y, de manera consecuente, todos están separados de Dios. Romanos 3:23 dice: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”. ¿Cuál es nuestra esperanza en medio de todo esto? La respuesta es Jesucristo.
Él vino al mundo hace dos mil años para llevar sobre sí mismo nuestros pecados. Él derramó su sangre en la cruz del calvario para pagar nuestra deuda y satisfacer la ira de Dios. Por eso, cuando una persona cree en Jesucristo viene a estar bajo el poder de la cruz en donde sus pecados son perdonados y limpiados por su sangre. Entonces, no está más desnudo sino que, como dice el apóstol Pablo, “de Cristo estáis revestidos” (Gálatas 3:27).
Cuando tenemos esta experiencia de fe, al creer en Jesucristo, y nos arrepentimos de nuestros pecados, la sanidad interior de Dios comienza a trabajar en nosotros. Ya no estamos desnudos ni expuestos, sino vestidos con las vestiduras de Cristo quien nos da reconciliación y una nueva relación con el Padre celestial.
Sin embargo, si no nos arrepentimos de nuestros pecados. La ansiedad y el tormento perdurarán en nuestra vida. Cuando yo estaba en la escuela primaria, a la edad de 7 años, probé por primera vez la copa amarga de la ansiedad, aun siendo un niño.
Como no hacía tareas ni trabajos en la escuela, regresaba a casa con notas de la maestra, con marcador rojo, dirigidas a mi madre. Sin que nadie se diera cuenta, yo arrancaba esas hojas, las hacía bola y las metía debajo de mi cama. No lo hice una vez, sino diez o veinte. Todo el tiempo, yo sabía que bajo mis cobijas estaba mi delito.
Siempre que escuchaba mi nombre retumbar en la casa, pensaba que alguien me había descubierto. A todas horas, en dondequiera que estuviera, mi mente me acusaba. No tenía ni un momento de paz.
Un día, al regresar de la escuela, encontré a mi madre aseando la casa. Ya había limpiado las habitaciones de mis hermanos y solo faltaba la mía. Cada vez más se acercaba la hora de mi juicio final, de mi Apocalipsis. Mi corazón se agitó de tal forma que me puse pálido. Mi mamá me preguntó: “Marlon, ¿tienes algo qué decirme?” Yo le respondí: “No, nada”.
Pero cada minuto era el infierno para mí. Finalmente, confesé mi pecado. Entre lágrimas le expliqué todo mi crimen. Mi madre me disciplinó, pero, ¿sabe algo? Después vino la paz. El hombre, mientras vive en pecado no puede escapar de las heridas de su corazón. Sin embargo, si se arrepiente y cree en Jesucristo, la paz regresa como un regalo celestial.
Sin duda alguna, nuestro Dios desea sanarnos interiormente a cada uno de nosotros. Esta es una sanidad emocional, mental y espiritual. Pero para ser sanados, debemos estar dispuestos a entrar en le camino apacible del Señor. Ese camino de sanidad comienza en un lugar llamado “Arrepentimiento”.
El día de hoy, arrepintámonos de todo orgullo, de una vida en la que no hemos reconocido a Cristo y nos hemos proclamado falsamente los reyes de nuestra vida. Confesemos tales pecados y volvamos, por la gracia de Dios, al camino de justicia. Entonces, la sanidad interior comenzará a obrar en nuestras vidas.
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