"Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí." (Gálatas 2:20)
El cristianismo no es una religión humana basada en tradiciones y costumbres terrenales. En realidad, el cristianismo es haber muerto al pecado y a la vieja naturaleza, siendo vivificados por el poder de Cristo.
En palabras más sencillas, es morir a nosotros mismos dejando que Cristo viva a través de nosotros y manifieste su poder a través de nuestros pensamientos, palabras, acciones y deseos. El verdadero cristiano es aquel que declara con su vida: “Cristo vive en mí”.
Nuestra identidad está en Cristo.
En el Siglo II de nuestra era, llevaron a un anciano que era cristiano ante el emperador romano Antonio. El monarca quería que aquel creyente renunciara a su fe en Jesucristo y al cristianismo, y que maldijera a su Salvador.
Antonio le dijo: “Si no abandonas tu fe y niegas a tu Señor, te desterraré y quedarás sin patria alguna”. Aquel hombre, canoso y débil, dijo con voz firme: “Usted no puede desterrarme pues mi patria no es de esta tierra. Hace mucho que soy extranjero y peregrino en este mundo”.
Con un tono molesto, el emperador le dijo: “Entonces, si te rehusas a negar tu fe en tu Cristo, y no le maldices, te despojaré de todos tus bienes y quedarás en la miseria”. El anciano, tranquilo y amable, le respondió al emperador: “Mis tesoros están en el cielo. Usted no podrá tocarlos jamás. Hace mucho que no poseo nada en esta tierra”.
Más enojado aún, Antonio se levantó de su silla imperial, y le gritó al viejo cristiano: “Entonces te quitaré la vida, te enviaré a la hoguera y morirás lentamente”. Aquel anciano, nuevamente respondió: “Hace más de ochenta años que estoy muerto. Morí con Cristo y mi vida está escondida en Él, por lo cual usted no podrá tocarla”.
A este anciano del Siglo II se le pedía que negara a su Señor y Salvador, y que maldijera a Aquel que había muerto en la cruz para librarlo de sus pecados. Sin embargo, él no lo hizo sino que mantuvo firme su identidad y su fe en Cristo.
Aquella tarde, antes de ser arrojado a la hoguera, este anciano se despidió con las siguientes palabras: “Por ochenta y seis años he servido a Jesús, y Él nunca me ha hecho mal alguno. ¿Cómo, pues, podré maldecir a mi Único Rey y Salvador? Aún en esta hora oscura, Él me fortalecerá en medio del fuego y me ayudará a soportar este dolor. Después, me reuniré con Él”.
El nombre de aquel anciano era Policarpo de Esmirna, quien actualmente es reconocido como uno de los grandes teólogos y eruditos de su época. Además, se le reconoce por su gran convicción en Jesucristo al convertirse en un emblema de avivamiento para la fe cristiana.
Sin lugar a dudas, Policarpo fue un hombre que tenía en claro su identidad en Jesucristo. Y al tener dicha identidad, pudo estar de pie ante las más grandes presiones y amenazas que un hombre pudiera recibir.
La identidad no es otra cosa sino la autoimagen que uno guarda en lo íntimo de su corazón. Aunque es invisible a los ojos, se manifiesta en todas las esferas de la vida. En otras palabras, toda persona tiene estampada una autoimagen en su corazón, y piensa, siente, habla y actúa según esa imagen.
Si tiene una autoimagen negativa, acomplejada y fracasada, su vida también se desarrollará de esa forma. Por el contrario, si tiene una autoimagen, es decir, una identidad, positiva y saturada de esperanza, su vida se tornará de ese modo.
Es importante reconocer que el éxito y el fracaso están en el poder de la identidad que se guarda en el corazón, y no en el ámbito exterior. Solo cuando tenemos una identidad arraigada a la cruz de Cristo, podemos estar de pie ante cualquier amenaza y adversidad que se nos presente.
Por otro lado, si carecemos de identidad, o esta es muy débil y tenue, caeremos ante la tentación y viviremos frustrados y desanimados.
El apóstol Pablo tenía en claro cuál era su identidad. Él lo describió de la siguiente manera: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
La identidad de los hijos de Dios no tiene su fundamento en el humanismo, en la superación personal, en la tradición o en la filosofía, sino en la cruz de Cristo. Entonces, ¿cómo es la identidad que debemos aceptar en nuestro corazón como hijos de Dios?
En primer lugar, debemos confesar como Pablo: “Estoy crucificado con Cristo”. Esto significa un reconocimiento de que nuestras vidas, que estaban gobernadas por el pecado y el mundo, han llegado a su fin, pues ahora tenemos un Señor y un Soberano que dirige y gobierna nuestra vida: Jesucristo.
Pablo, además, dijo: “Cada día muerto” (1 Corintios 15:31). Esto significa que, a diario, él acudía nuevamente a la cruz y se consideraba como muerto al pecado y al mundo. Así mismo, nosotros debemos recordar que estamos en la cruz con Cristo, que nuestra vida pasada ya fue sepultada y ahora tenemos un Señor.
En segundo lugar, la identidad que debemos tener es aquella que señala que Cristo vive en nosotros. Pablo dijo: “Cristo vive en mí”. Ese es el verdadero cristianismo, esa es la verdadera fe, la verdadera esperanza.
Nuestras vidas, por completo, deben someterse al señorío de Cristo, quien es el Rey Soberano. El mundo se caracteriza por gobernarse a sí mismo. ¿Qué quiero decir con esto? Que la filosofía del mundo se resume a hacer lo que ofrezca placer y lo que me dé satisfacción, no importa cuán perverso, obsceno y destructivo pueda ser. El mundo se caracteriza por no tener un dueño ni un señor, excepto uno mismo.
No obstante, nuestra identidad debe reconocer que Cristo es el Señor. Nosotros somos del Señor y para el Señor. Note las palabras de Pablo en 1 Corintios 8:6: “Para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él”.
En tercer lugar, nuestra identidad debe tener su fundamento en el sacrificio de Cristo. Debemos vivir con la convicción de que Él nos amó y se entregó por nosotros. Esto significa que somos amados en Cristo y perdonados. Todos nuestros pecados ya fueron borrados en la cruz. Somos los amados hijos de Dios y esa es la fe por medio de la cual vivimos.
Nuestra vida debe caracterizarse por la confianza en Dios. ¿Qué es confiar en Dios? Es depender por completo de Él, para todas las cosas. Cuando amenazaron a Policarpo, él respondió que su nacionalidad no era de este mundo, ni sus riquezas estaban aquí, así como su vida era por completo de Cristo.
En nuestras vidas debe ocurrir algo similar. Debemos confesar que este mundo no es nuestro hogar. Nuestra morada está con el Señor, en los cielos. No somos de este mundo. Aquí solo somos extranjeros. Debemos despojarnos de todo amor al dinero y a lo material, y debemos depender del Señor, quien dijo: “No te desampararé, ni te dejaré” (Hebreos 13:5).
Esa es nuestra identidad. Estamos crucificados con Cristo, Él vive en nosotros como el Señor y Soberano, y nuestra confianza y esperanza está en Él.
Si deseas recibir los audios de las Meditaciones Ascender en tu celular, envíanos un mensaje de WhatsApp con tu nombre al +5213322061834 ¡Es gratis y siempre lo será!
Comments